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Las señales de Palmerston
Ignacio Munyo, El País, 15 de junio de 2025
[OSAKA] Al presidente Lacalle Pou le gusta citar a Lord Palmerston, el primer ministro británico que comandó la política exterior en los días de esplendor imperial. Los países no tienen aliados eternos ni enemigos perpetuos —decía—; solo intereses permanentes, y el deber de cuidarlos. No por casualidad, su bisabuelo, Luis Alberto de Herrera, lo tenía como referente.
Esos intereses permanentes, en el caso de Uruguay, son esencialmente comerciales. Se nutren de cada oportunidad de vender al mundo lo que aquí se produce, fruto de la inversión y el trabajo en el país.
Para cuidar esos intereses, lo primero es saber a quién le vendemos: qué países compran lo que Uruguay produce. Un dato básico que, sin embargo, suele presentarse de forma incorrecta.
Uruguay exporta cerca de 20.000 millones de dólares al año: 12.000 en bienes, 8.000 en servicios. Y son estos últimos los que más han crecido. Por eso, para entender la relevancia de cada socio comercial, se debe mirar el todo, no solo lo que pasa por Aduana.
Con datos cerrados a 2024, el 16,6% de nuestras exportaciones van a Estados Unidos, el 15,5% a China, el 15,0% a Brasil, el 14,2% a Argentina, el 12,7% a Europa, y el 26% restante se reparte entre otros destinos.
Los norteamericanos nos compran carne, naranjas y madera. Pero, sobre todo, son por lejos los principales clientes de nuestro software y de los servicios profesionales que exportamos. China, en cambio, compra soja, carne y madera, pero no servicios. A Brasil le vendemos, sobre todo, bienes industriales. A la Argentina, servicios turísticos. Y a Europa, un poco de todo: productos variados y algo de servicios profesionales.
En ese 26% de mercados dispersos son especialmente relevantes aquellos que ofrecen la posibilidad de venderles productos de alta calidad. Es por ello por lo que conviene profundizar relaciones con destinos sofisticados y de alto poder adquisitivo como Emiratos Árabes, Arabia Saudita y Japón. No es casual que en los últimos años haya viajado tanto la península arábiga. No por azar estoy ahora en Osaka por reunirme con locales interesados en Uruguay en el marco de la Expo Universal 2025 y en los próximos días haré lo mismo en Tokio.
En los números anteriores están los intereses del Uruguay. Y son esos mercados —como dice el pragmatismo británico— los que deben ser protegidos.
Fijemos la atención en nuestro principal socio comercial, hoy inmerso en una etapa particularmente delicada en su relación con el resto del mundo. El vínculo entre Uruguay y Estados Unidos descansa en una larga historia de principios comunes y una agenda permanente de oportunidades reales.
El ideario artiguista se inspiró en los padres fundadores de Estados Unidos: los conceptos de soberanía popular, republicanismo y federalismo vinieron de allá. Estados Unidos fue de los primeros en reconocer a Uruguay como nación independiente y en iniciar relaciones diplomáticas. No faltaron acciones conjuntas entre ambos países en la defensa de los valores democráticos en la Primera y Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos apoyó nuestros planes de desarrollo a través de la Alianza para el Progreso.
En el peor momento de la crisis de 2002, Estados Unidos nos ofreció un gran apoyo financiero que resultó decisivo. Luego vinieron acuerdos de inversión y respaldo en momentos tensos con Argentina por la instalación de la primera planta de celulosa. Más recientemente, legisladores de ambos partidos impulsaron en el Congreso un proyecto de ley para otorgar a Uruguay un trato comercial preferencial.
Hoy más que nunca, se impone la necesidad de actuar con astucia. Hay margen para avanzar en nuevas formas de cooperación para abrir puertas con oportunidades comerciales. En conversaciones con fuentes cercanas al gobierno de Trump queda claro que hay señales que serían muy bienvenidas en Washington.
Naturalmente que hay gestos hoy inviables para Uruguay. La adhesión al Consenso de Ginebra, con su agenda pro-familia y anti-“woke”, es uno de ellos. También el retiro del Acuerdo de París, que impulsa intervención del estado en temas ambientales, no solo por el actual consenso interno que lo respalda, sino porque pondría en riesgo el acuerdo comercial que se negocia con la Unión Europea.
Al margen de esas señales, existen otras perfectamente factibles que se podrían enviar.
Una de las medidas más simples sería igualar la tasa consular que Uruguay cobra a Estados Unidos (5%) con la que aplica al Mercosur (3%). Tendría un costo anual estimado ronda los USD 8,5 millones, pero sería una señal unilateral de acercamiento con retornos futuros.
Otra señal clave sería por evitar el impulso a inversiones chinas en sectores estratégicos como puertos, defensa y, especialmente, tecnología. Son terrenos que activan alertas en los radares de Washington. En esa línea, sería prudente avanzar hacia un marco regulatorio propio y robusto para el manejo de la información generada por el uso de inteligencia artificial.
Profundizar la colaboración con la DEA —que cuenta con un agente destinado a Uruguay desde su base en Argentina— sería una señal inequívoca del compromiso uruguayo en la lucha contra el crimen organizado. Un gesto concreto, con peso simbólico y operativo.
En un contexto de creciente sensibilidad internacional, una señal clara de rechazo al antisemitismo sería especialmente valorada. En concreto, se podría avanzar hacia la membresía plena en la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto, creada para honrar la Declaración de Estocolmo contra el racismo y la xenofobia. Principios que Uruguay ha compartido históricamente.
Ofrecer a Estados Unidos un canal para recibir inmigrantes deportados, sin antecedentes criminales, sería un gesto muy valorado. Implicaría garantizar condiciones dignas y respetuosas de los derechos humanos de los damnificados, y reafirmaría nuestra tradición de país de brazos abiertos.
Uruguay no necesita renunciar a sus principios para fortalecer el vínculo con el gobierno de Trump, mantenerlo como principal cliente y abrir oportunidades comerciales. Basta leer bien la realidad y enviar las señales correctas, para poder cuidar adecuadamente los intereses permanentes del país.