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Crimen organizado: ¿pactar o reprimir?
Daniel Supervielle, 5 de agosto de 2025

El lunes por la mañana, toda la élite política uruguaya, tanto del oficialismo como de la oposición, se reunió en una conferencia organizada por el canal digital Yunta, titulada El narco nos jaquea: crimen organizado y economías ilegales.
La presencia del presidente Yamandú Orsi subrayó la gravedad del tema. Sin embargo, el evento dejó al descubierto más interrogantes que soluciones, evidenciando una alarmante falta de consenso sobre cómo enfrentar una amenaza en ascenso.
El momento era significativo. Horas antes, la policía había incautado dos toneladas de cocaína en Punta Espinillo, uno de los mayores cargamentos de droga en la historia de Uruguay. Este logro debería haber sido motivo de celebración para las fuerzas del orden. Sin embargo, apenas se mencionó en una mañana eclipsada por un sentimiento general de inquietud.
Los expertos invitados —Marcelo Saín (Argentina), Benjamin Lessing (Estados Unidos) y Juan Pablo Luna (Uruguay)— expusieron una realidad cruda: los estados nacionales en América Latina carecen de herramientas probadas para enfrentar el crimen organizado y, por acción u omisión, se han convertido en cómplices de su expansión.
Dos verdades incómodas surgieron tras escuchar las ponencias. En primer lugar, las autoridades uruguayas enfrentan un problema que les cuesta asimilar en su complejidad. En segundo lugar, el único modelo en América Latina que ha mostrado resultados tangibles contra la criminalidad y la violencia es el enfoque de mano dura del presidente Nayib Bukele en El Salvador.
Sin embargo, en Uruguay, la idea de adoptar este modelo, con su dependencia de encarcelamientos masivos y restricciones a las libertades civiles, genera rechazo. Mientras tanto la búsqueda de un “modelo uruguayo” sigue siendo una utopía por perseguir.
En ese marco un tema que planeó sobre las ponencias fue la controvertida idea de pactar con el crimen organizado para reducir la violencia y los asesinatos. ¿Es esta una solución viable? La propuesta suena tan audaz como resbaladiza.
Lamentablemente nadie ofreció pistas concretas sobre cómo implementarla, lo que hubiese sido un aporte fundamental.
En Uruguay, se habló de “crimen desorganizado” para describir a las bandas armadas que disputan territorios en barrios periféricos. Surge entonces la pregunta: ¿es con estos grupos con los que se debería negociar un pacto por la paz en las calles? ¿Es viable pactar algún tipo de acuerdo de menos represión policial a la venta de drogas a cambio de detener el reguero de cadáveres por muertes violentas?
Aunque como idea es tan polémica como controvertida, merece ser discutida hasta el final.
También se planteó la importancia de meterse con actores más sofisticados que operan bajo el radar en el mundo de las finanzas y el lavado de activos. Son esas personas que podrían residir en los apartamentos de la rambla de Pocitos.
El ejemplo de la rambla de Pocitos lo tomo directamente de una slide que presentó Juan Pablo Luna cuando sugirió que allí sus residentes movían mucho más dinero contaminado por el crimen organizado que los bandoleros de gorra para atrás que recorren con motos sin chapa los barrios marginales.
¿Tiene nuestro Estado y sistema político la espalda para encarar en serio este tema?
Sea cual sea la respuesta, la conferencia dejó claro que el statu quo es insostenible. El aumento del crimen organizado amenaza la estabilidad de Uruguay, un país orgulloso de su tradición democrática y su baja desigualdad en comparación con la región.
La incautación récord de cocaína -dos mil kilos- es un recordatorio de que el problema no puede ignorarse. Pero sin una estrategia clara —y con la sombra de modelos autoritarios como el de Bukele como única referencia exitosa— Uruguay enfrenta un desafío existencial.
Lo único evidente es que para evitar la escalada de violencia y decadencia se necesita un enfoque diferente que incluye riesgos. Uruguay tiene que forjar una estrategia propia contra el crimen organizado o será demasiado tarde si ya no lo es.