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Orsi tiene razón
Daniel Supervielle, 27 de noviembre de 2025

El presidente Yamandú Orsi ha roto un tabú. En un desayuno organizado por la revista Búsqueda, sugirió que Uruguay debería analizar el ejemplo del modelo de seguridad implementado en El Salvador por Nayib Bukele.
La frase bastó para que en sectores de la izquierda se encendieran todas las alarmas y para que la oposición, descolocada, respondiera con la tibieza habitual.
No es para menos. Durante décadas, la izquierda latinoamericana evitó hablar de “seguridad” y prefirió el eufemismo de “convivencia” por miedo a ser acusada de derechista o represora. Orsi, sin embargo, lo dice sin rodeos: “La seguridad es un derecho humano y sobre eso hay que trabajar”. Y añade que lo ha conversado largamente con Gabriel Boric, el presidente chileno que también ha tenido que enfrentar el mismo dilema.
El ejemplo salvadoreño es incómodo porque funciona. Antes de Bukele, El Salvador era territorio de las maras: asesinatos, extorsión, sicariato y una impunidad casi absoluta. Hoy, gracias a un estado de excepción prolongado, cárceles masivas y una política de mano durísima, la tasa de homicidios ha caído a niveles cercanos a cero. El país centroamericano, que en 2015 registraba 103 homicidios por 100.000 habitantes, es ahora más seguro que muchos países europeos y en ese terreno el más seguro de América Latina.
La población lo celebra; las encuestas le dan a Bukele niveles de aprobación cercanos al 90%. El precio, sin embargo, es altísimo: suspensión de garantías constitucionales, detenciones masivas sin orden judicial, un Congreso y un Poder Judicial sometidos, y cárceles que parecen campos de concentración.
Bukele es un autócrata elegido democráticamente que ha terminado con la pesadilla de las maras a costa de enterrar el Estado de derecho. ¿Tiene Uruguay algo que aprender de eso? La respuesta honesta es sí, aunque no sea la que muchos quieren oír.
El Plan Nacional de Seguridad Pública que se está terminando de redactar será la hoja de ruta de la próxima década. Si Uruguay quiere resultados distintos, no puede seguir haciendo lo mismo. Y lo mismo, durante demasiado tiempo, ha sido un sistema penitenciario colapsado, con hacinamiento crónico, violencia interna y tasas de reincidencia que superan el 60%.
En varias cárceles uruguayas la dignidad humana brilla por su ausencia, aunque aquí no haya tatuados semidesnudos rapados caminando en fila india ante drones y guardias armados.
El desafío no es importar el modelo Bukele –eso sería imposible y, sobre todo, totalmente indeseable en una democracia consolidada como la uruguaya–, sino entender por qué funcionó donde otros fracasaron.
La clave no está solo en la dureza, sino en la decisión política de priorizar la seguridad como condición básica para cualquier otro derecho, en la coordinación entre fuerzas de seguridad y sistema judicial, y en la voluntad de asumir costos políticos a corto plazo a cambio de resultados a mediano.
Uruguay puede –y debe– lograr tasas de criminalidad comparables o inferiores a las de El Salvador sin renunciar al debido proceso, sin prorrogar estados de excepción indefinidos y sin convertir sus cárceles en espectáculos de humillación pública.
Pero para eso necesita dejar de lado el discurso complaciente que durante años confundió progresismo con permisividad. Orsi ha puesto el tema sobre la mesa en el momento exacto. Si el país es capaz de discutir sin caricaturas –ni el elogio acrítico a Bukele ni el rechazo histérico a cualquier referencia–, Uruguay tiene la oportunidad de construir un modelo propio: tan efectivo como el salvadoreño en resultados, pero infinitamente superior en principios.
Si no lo hace, si se conforma con la retórica bonita y los avances marginales, la criminalidad seguirá escalando, la sensación de inseguridad se volverá insoportable y, tarde o temprano, la sociedad terminará pidiendo soluciones drásticas. Entonces ya no habrá margen para debates civilizados: tanto el abismo como la tentación autoritaria están a la vuelta de la esquina.