El Uruguay que tenemos
El Uruguay que tenemos
Ignacio Munyo
El País, 16 de febrero de 2025
El 1° de marzo asume la administración Orsi, con la inevitable acumulación de expectativas que trae consigo todo cambio de gobierno. Para quienes apostaron por su proyecto, es tiempo de ilusión y esperanza; para los que respaldaron la otra opción, de dudas y cautela. Pero más allá de los ánimos, lo esencial es observar con lucidez el punto de partida, la realidad actual del país: el Uruguay que tenemos.
El nuevo gobierno asume con una agenda ambiciosa, pero sin margen fiscal. Para no descarrilar, deberá reorganizar el gasto público con inteligencia. Aumentarlo no es una alternativa viable: subir impuestos o recurrir a más deuda traería más problemas que soluciones. Reducirlo sería lo ideal, aunque en el contexto actual parece un desafío difícil de encarar.
La situación de las finanzas públicas no es muy distinta a la de hace cinco o diez años atrás. Las perspectivas de solvencia futura si son mejores, siempre y cuando la mejora lograda con la Reforma de la Seguridad Social de 2023 no se diluya con los cambios que puedan venir en el prometido diálogo social.
Hace unos días, en CERES publicamos la segunda edición del Monitor de Desarrollo, un informe que analiza la evolución de Uruguay a partir de datos actualizados sobre bienestar, convivencia social y sostenibilidad ambiental, tres pilares de la calidad de vida. El informe recopila fuentes nacionales e internacionales, no solo para Uruguay sino también para países desarrollados de referencia —nuestro grupo objetivo— y para América Latina.
En el 90% de los indicadores analizados, Uruguay sigue muy detrás del grupo objetivo. Si bien, en la última década hubo mejoras en el 70% de los casos, la distancia con las economías avanzadas se redujo apenas un 27% en promedio. Estos números, que reflejan una estabilidad más cercana al estancamiento que al progreso, pueden preocupar, pero difícilmente sorprender.
Los números macro dan crecimiento de la actividad y del salario real pero la historia es más compleja. Dos de cada tres personas ganan menos de 55 mil pesos al mes y quedan atrapadas en una lucha constante por mantener un nivel de vida que la realidad se empeña en ponerles cuesta arriba.
La educación es una deuda pendiente. Se han hecho reformas, pero sin cambios estructurales que den autonomía de gestión y asignen responsabilidades claras, exigir resultados sigue siendo una quimera y mirar para el costado, la salida fácil. El problema persiste, el sistema educativo no está a la altura y el mundo sigue avanzando sin esperar a nadie.
El sistema de salud está complicado. Requiere ajustes por todos lados, pero sin más y mejor competencia entre prestadores, la calidad no mejorará. Esto incluye transformar la salud pública, promoviendo competencia real entre instituciones y un esquema de financiamiento basado en personas atendidas, como el que hoy aplica en las mutualistas.
En seguridad, los números mejoran y hay consenso político sobre el camino a seguir. Pero el avance convive con un desafío mayúsculo: el crecimiento del crimen organizado.
El sistema carcelario y la posibilidad de reinserción de quienes recuperan la libertad son la prueba más contundente del fracaso del Estado. Un mundo aparte donde la ineficacia y la indiferencia se combinan para perpetuar un ciclo que nadie parece decidido a romper. Y mientras tanto, la sociedad avanza como si esa realidad, incrustada en sus propias entrañas, no la afectara.
Para avanzar, es fundamental fortalecer la capacidad del Estado. Hoy está en todas partes, pero ayuda demasiado poco; interviene en casi todo, pero con escasa eficacia. Mejorar su gestión no es un desafío a futuro, sino una urgencia que exige acción inmediata.
Mantener e impulsar el crecimiento económico es fundamental, pero seguimos rezagados en sus pilares esenciales. La inserción internacional no es la adecuada, la inversión y el crédito no despegan, y el capital humano no alcanza. Llevamos décadas sin crecimiento demográfico y ni siquiera se discuten políticas activas para revertirlo.
El desafío se vuelve aún mayor en un país donde los costos siguen siendo elevados, un obstáculo persistente que lastra cualquier intento de desarrollo productivo, especialmente para los sectores que requieren más mano de obra.
En materia laboral, es fundamental entender que la realidad de hoy no se parece en nada a la de hace 20 años atrás, cuando el Frente Amplio llegaba por primera vez al gobierno. El salario real es un 60% más alto y está en niveles récord, pero el mayor problema está en el costo de contratar: las cargas no salariales son cada vez más pesadas mientras que la tecnología que reduce la necesidad de contratar empleados es cada vez más liviana. El dilema es evidente: producir con más gente nunca fue tan caro, mientras que prescindir de ella nunca fue tan barato.
Uruguay tiene activos muy valiosos para presentar en el escenario global. Una democracia plena, que cumple 40 años, y una calidad institucional que nos distingue. Este es nuestro diferencial, el sello de confianza que podría posicionarnos como un destino atractivo para la inversión. Sin embargo, la confianza por sí sola no basta: nadie invierte para perder plata.
El contexto global no ayuda. La tasa de interés en Estados Unidos sigue elevada en comparación con la última década y no hay señales de una reducción significativa en el corto plazo. Esto hace que muchos capitales migren del sector productivo a inversiones financieras, lo que obliga a redoblar esfuerzos para sostener emprendimientos y atraer inversiones que impulsen el crecimiento económico.
El Uruguay que tenemos es un punto de partida, no la meta. El país avanza, pero a paso cansino. La clave no es cambiar el rumbo, sino mejorar la manera en que se hacen las cosas. Y, sobre todo, en resistir la tentación de las propuestas simplistas, esas que suelen sonar atractivas pero que, lejos de resolver problemas, solo los agrandan. Porque, está claro, no hay margen para errores.