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Daniel Supervielle, 9 de mayo de 2025.
En Trujillo y Chiclayo, donde el sol abrasa la piel y la historia murmura en los surcos de la tierra, el Perú se cuenta en tubérculos y en pasos. Allí, la papa —ese milagro andino domesticado hace 8,000 años— no es solo comida, sino memoria, un regalo de la Pachamama que los incas cultivaron en terrazas que desafiaban el cielo. Y allí, también, un hombre nacido en Chicago, hijo de migrantes, Robert Prevost, llegó en 1988 para convertirse, con el tiempo, en el Papa León XIV, un sacerdote agustino que se hizo peruano en las calles polvorientas de la costa norte golpeada por las olas del Pacífico.
En esa misma tierra, el pincel de Gerardo Chávez, el pintor más grande del Perú contemporáneo dio vida a La procesión de la papa. Esta obra colosal, extendida en seis paneles que abarcan más de doce metros en el Museo de Arte Moderno de Trujillo, no es un simple cuadro: es un grito de matices. Chávez, nacido en 1937 en un hogar humilde de Trujillo, llegó a Europa sin un centavo, pero con el alma llena de Perú. Como Mario Vargas Llosa con las palabras, él pintó un puente entre lo peruano y lo universal. En La procesión de la papa, creada en 1995, el tubérculo se convierte en un ícono, una marcha de campesinos que llevan en andas no a un santo, sino a la raíz misma de su identidad.
La papa, con sus más de 3,000 variedades —la amarilla que se deshace en la boca, la huayro que sostiene guisos, la peruanita de piel multicolor o la morada que guarda secretos ancestrales—, es el Perú: diversa, resistente, eterna. Desde Ayacucho hasta Huánuco, las culturas prehispánicas la moldearon en campos que eran altares. Cuando el mundo conoció América, la papa cruzó los mares y cambió las mesas de Europa. Pero en Perú, ella sigue siendo reina, aunque muchos de sus hijos abandonen los Andes y la costa, migrando a las ciudades o a países ricos en busca de un futuro que su tierra no siempre les da.
Y luego está el nuevo Papa. León XIV, el gringo que se nacionalizó peruano, que fundó parroquias en Trujillo, que enseñó derecho canónico en el Seminario San Carlos y San Marcelo, que vivió casi una década en el convento Santo Tomás de Villanueva. Entre Trujillo y Chiclayo, caminó los caminos de los vicariatos de Chulucanas, Iquitos y Apurímac, escuchando las historias de un pueblo que, como la papa, crece en suelos duros. Nadie imaginaba que ese sacerdote de acento forastero, pero corazón andino, sería llamado a Roma para llevar la tiara.
No creo en las coincidencias, pero las huelo. Hay algo en esa palabra, papa, que resuena como un eco en las calles de Trujillo y Chiclayo, regiones olvidadas por el mundo, donde los peruanos parten con sueños en mochilas raídas. Como la fe, la papa, que alimentó imperios y cruzó océanos, sigue en la mesa de los pobres.
El Papa, un hijo de migrantes que se hizo uno con el Perú, llegó desde Chicago para arraigarse en esa misma tierra. Y Chávez, con su Procesión de la papa, pinta esa casualidad: un tubérculo venerado como un dios, un pontífice que surgió de un lugar improbable.
En este rincón del planeta, donde la emigración es un latido constante, la papa y el Papa se encuentran como un guiño impensado. ¿No es eso, al final, lo que nos queda? Una palabra, un alimento, la fe, un hombre, todos atados por los azares del destino a una misma tierra, mirando al mundo desde un lugar que el mundo apenas ve.