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La tierra de Lincoln
Ignacio Munyo, El País, 18 de mayo de 2025
Uno llega a Chicago y, apenas sale del aeropuerto, un detalle aparentemente menor lo deja pensando. En las matrículas de los autos no hay osos como en California, ni naranjas como en la Florida, hay una frase: “Land of Lincoln”. La tierra de Lincoln. No es un signo decorativo: es su declaración de identidad.
Abraham Lincoln, XVI presidente de los Estados Unidos con un legado moral indiscutido, nació en Kentucky, pero a los 21 años se fue con su familia a Illinois. Abogado, líder político, autodidacta... y, lo que pocos recuerdan, también un pequeño empresario. Abrió una tienda general en New Salem (un pequeño pueblo del interior del estado) y la empresa, como tantas, fracasó. Aprendió a los golpes. Como la mayoría de los emprendedores con los que estuve hace un par de semanas en Illinois.
Hacía allí partimos como parte de una delegación de las tres Américas, invitados por la OEA y los departamentos de Estado y Comercio de Estados Unidos. Una gran oportunidad para ver de cerca lo mejor del talento, la innovación y la infraestructura que explican por qué Illinois no es solo el corazón geográfico del país, sino también una de las veinte economías más grandes del mundo.
Con una superficie similar a la del Uruguay, tiene un PBI catorce veces más grande. A pesar del enorme mercado interno que tiene, exporta siete veces más que nosotros (solo en soja, nos multiplica por diez). Doce millones y medio de habitantes. Un tercio inmigrantes.
Cada lugar que conocimos era una muestra del mejor presente. Cada persona con las que hablamos una fuente de inspiración. Laboratorios científicos del sistema universitario público, que desarrollan tratamientos para mejorar problemas de visión, menopausia o diabetes y, al mismo tiempo, se preocupan de cómo colocar los productos en el mercado. Fábricas con hologramas que proyectan en las máquinas para ayudar a los trabajadores a mejorar la productividad. Drones para el campo que ya hablan entre sí, gracias el potencial de la computación cuántica. Funcionarios de la Autoridad de Transporte Metropolitano conscientes del enorme impacto económico y social de mejorar la movilidad. Cocineros emprendedores que comparten hornallas al desarrollar nuevas recetas, en incubadoras diseñadas para salir mejor preparados a competir al mercado con sus propios restaurantes.
Me gustó mucho recorrer el “Richard J. Daley College”, una universidad comunitaria, así se llaman en Estados Unidos a las instituciones terciaria con educación enfocada en el trabajo. Por momentos me hacía acordar a la UTEC de Rivera, por otros a la UTU en el politécnico de Salto. Formación técnica, conexión con empresas, actualización constante de programas. La matrícula en estas universidades crece fuerte y muy por encima que la de las universidades tradicionales.
También disfruté mucho la charla con el alcalde de Naperville, una joyita ubicada a una hora al oeste de Chicago. El entusiasmo era contagioso. No era para menos: su tierra fue reconocida como la mejor ciudad para vivir en Estados Unidos en 2024 y 2025. Naperville se destaca especialmente por su sistema educativo público de excelencia, su entorno familiar y su vibrante comunidad. El desvelo del alcalde era tener la ciudad más limpia y segura para atraer gente y empresas líderes; y amaba lo que hacía. Y eso, se nota enseguida.
En siete intensos días, cinco ciudades, cientos de kilómetros y miles de ideas, hubo una constante, un patrón: el orgullo de ser útil, de trabajar para resolver problemas reales. De buscar mejorar la vida de la gente y al mismo tiempo hacer negocios. Sin complejos. Donde la universidad colabora con la empresa. Donde el Estado financia y apuesta a la cooperación entre el trabajo humano y la última tecnología. Y, sobre todo, donde hay confianza. En las personas, en sus capacidades, en su deseo de progresar.
Una realidad lejana, pero que esta más cerca de lo que se cree.
Pocas horas después de aterrizar en Uruguay, me encontraba sentado en un evento organizado por el Instituto Pasteur, al que su director había tenido la gentileza de invitarme meses atrás. Y la emoción, inesperada. En el escenario, el investigador Agustín Correa narraba su historia con un orgullo contagioso.
Nacido en Durazno, hijo de un veterinario del Ministerio de Ganadería, Agustín creció en los años 80 rodeado de campañas sanitarias rurales, de esas que parecían eternas. Recordaba, con lujo de detalles, los afiches en la oficina donde trabajaba su padre, ilustraciones con vacas, garrapatas y advertencias en letras rojas. Esa imagen quedó marcada en su memoria, como las que dejan las garrapatas en el cuero de las vacas mientras actúan por dentro.
Décadas después, le sirvió de motivación para liderar el desarrollo de una solución diseñada en computadora, validada en laboratorio, probada en el campo y ahora lista para salir al mercado. Décadas después, aquella imagen se convirtió en vacuna contra la garrapata. Una respuesta efectiva para un problema viejo y costoso: 50 millones de dólares al año en pérdidas para Uruguay, 14 mil millones para el Mercosur. El avance fue posible gracias a una alianza improbable pero eficaz: Instituto Pasteur, Facultad de Veterinaria, UTEC, MGAP... y un fondo privado que apostó a la ciencia.
Ciencia y campo. Público y privado. Idea y producto. Lo mismo que en Illinois. Y un Estado que impulsa emprendimientos, que interactúa con el sector privado con naturalidad, sin desconfianza, sin trabas. Sin esa culpa heredada, ni resentimiento innecesario. La receta la tenemos. Lo que falta es animarse a aplicarla con convicción. Sin pudores.
Si queremos que Uruguay avance tenemos que entender, de una vez, que el Estado no puede ser un obstáculo. Tiene que ser parte de la solución y no del problema. Así lo decía Lincoln en su tiempo: “El compromiso del gobierno es elevar la condición del pueblo, aliviar su carga y hacer posible la oportunidad para todos”.Nada más actual. Nada más urgente.