Doscientos años después, el letargo

Ricardo Peirano, Semanario Voces, 28 de agosto de 2025

Con discusiones históricas de todo tipo acerca de cuál debería ser la fecha de declaración de la Independencia de Uruguay, nuestro país celebró el pasado lunes 25 los 200 años de la Declaración de la Independencia en la Florida.

Y los celebró como corresponde a nuestro ADN institucional. Con la presencia de los presidentes vivos (Lacalle Herrera faltó por razones de salud) y los vicepresidentes. Ese acto mágico que casi solo en Uruguay se puede dar. Por cierto, no se puede dar en casi ningún país de América Latina por el odio y la grieta existente entre diversos gobiernos de diverso signo que parece vivieran en países diferentes o que provinieran de países diferentes.

Yamandú Orsi, presidente a la sazón, dio un discurso de unidad, de reafirmación de la unidad de nuestro país. E hizo referencia a tres desafíos que enfrentamos en este particular momento de nuestra historia. El primero tiene que ver con la deuda del país con la niñez y la pobreza infantil y, por otro lado, el reto de un país cada vez más envejecido y los desafíos del sistema previsional. En ese sentido, también remarcó la importancia de un desarrollo económico y social "que vaya más allá del PBI" y que pueda traducirse en un desarrollo equilibrado.

Mirando la historia uruguaya con 200 años de perspectiva, y poco cambia la perspectiva si la fecha que se toma es 1825, 1828 o 1830, encontramos un país que se abrió su lugar entre sus vecinos, que peleó sus guerras en el siglo XIX, que se desarrolló basándose en la inmigración europea, que para fines del siglo XIX había logrado un amplio y equilibrado crecimiento, que a principios del siglo XX se codeaba con los mejores en una comparación de ingreso per cápita, superando a muchísimas naciones europeas y, por supuesto, a todas las latinoamericanas excepto a la Argentina.

A principios del siglo XXI, Uruguay perdió esa posición económica privilegiada pues nos encerramos sobre nosotros mismos con todo tipo de controles comerciales y castigos impositivos a nuestra producción principal. Vimos a todos los países europeos y a algunos de los latinoamericanos superarnos en nivel  de vida. Tuvimos dos décadas de un estancamiento inexplicable entre 1955 y 1975, casi sin crecimiento o con tasas menores al uno por ciento anual. Y esto, mientras el mundo se expandía después de la Segunda Guerra Mundial.

Es lo que Ricardo Pascale señaló brillantemente en su último libro “El Uruguay que nos debemos”. Un Uruguay que entre 1950 y 2020 creció apenas al 1.5% anual. Que expulsó a muchos de sus habitantes y que no dio respuesta satisfactorias a los que se quedaron.

Uruguay si puede presumir de ser una democracia plena, la primera en América Latina. Puede presumir de su seguridad jurídica y de su institucionalidad republicana. Pero también, es verdad, que tiene una alta tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes y una muy alta tasa de encarcelados, que nos ponen en top 10 de América Latina, y que viven en situaciones poco ejemplares. Y eso nos interpela.

No es tanto el problema de la pobreza infantil o el de la sostenibilidad del sistema previsional lo que nos desafía como país. No somos un país con enormes desigualdades. No hemos tenido “crecimiento desequilibrado”.  Lo que nos limita para arreglar esos problemas es el bajo crecimiento, tanto si lo miramos en el largo plazo con la perspectiva de Pascale, como si acercamos una lupa y miramos los últimos 10 años. Con ambas perspectivas nos encontramos con un crecimiento muy lento, muy exiguo que no da capacidad de atender ningún problema de largo plazo o estructural.

Vamos calafateando el barco pero sin hacer reformas estructurales de gran porte salvo algunas a principios de los años 90 más algunas políticas de estado en materia de energías renovables, forestación, zonas francas, plantas de celulosa. Después de la crisis de principios de siglo, el FA tuvo tres períodos de gobierno, la mayoría de ellos con viento económico  a favor por una bonanza internacional sin precedentes en un siglo. Solo aumentó la presión impositivo y el gasto público. Este pasó de 27% del PIB en 2005 a 33% en 2019. Y el gasto básicamente se concentró en la incorporación de nuevos funcionarios públicos, que pasaron de 220.000 a 310.000. Un país donde ya sobraban funcionarios públicos, que son un 20% de la fuerza laboral.

En los últimos 10 años hemos crecido apenas al 1,5% anual. Del gobierno del Lacalle Pou se esperaban una serie de transformaciones estructurales (entre ellas la reducción de la plantilla de funcionarios públicos en la regla un ingreso por cada tres vacantes). Pero sea por lo que sea, COVID incluido, no se concretó.

Ahora es más cuesta arriba. Todas las fichas están apostadas al éxito del ministro Oddone, que sí entiende perfectamente la necesidad del acelerar el crecimiento como única forma de poder atender las necesidades más urgentes del país. Crecimiento que exige inversión, y para ello mejorar el clima de negocios y reducir un déficit fiscal intolerablemente alto. Por lo cual Oddone debe impulsar una agenda procrecimiento con el apoyo del presidente y esquivando el “fuego amigo” que le llega de otros sectores del FA, que todavía tienen una agenda antediluviana o aún persiguen la utopía socialista.

Con todo, a seis meses de arrancar el gobierno, no se ve un rumbo claro hacia la meta del crecimiento. Hay muchos errores no forzados. El país sigue en un letargo de que puede colocar deuda para financiar su desorden fiscal sin problemas aparentes o apremiantes.

Mal letargo es ese que nos permite avanzar por un tiempo más sin tomar las medidas (y las medicinas) necesarias para construir el Uruguay que nos debemos, que les debemos a nuestros hijos y a las futuras generaciones.

No podemos expropiárselos. Sería una gran vergüenza.

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Opinión:

Comments (5)

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