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Y un día llegaron los bárbaros
Daniel Supervielle, 29 de setiembre de 2025
A las 5:00 de la madrugada de ese domingo 28, el silencio de la casa de la Fiscal de Corte, Mónica Ferrero, se hizo pedazos. Dos sombras, al menos, se colaron por el techo al patio trasero, donde ella descansaba junto a su familia. Una granada estalló en la penumbra, y al menos dos disparos se incrustaron en las paredes. Un mensaje brutal, firmado con la tinta negra del crimen organizado. No hace falta ser detective para oler el rastro.
Las primeras versiones, todavía sin sello oficial, apuntan al narco uruguayo prófugo Sebastián Marset y a su presunto socio, Luis Fernández Albín, cabecilla de la banda de los Albín que opera en Cerro Norte. Sí, los mismos que están bajo la lupa por las 2,2 toneladas de cocaína enterradas en una chacra de Punta Espinillo.
El modus operandi lleva su estampa: violencia descarada, intimidación sin sutilezas. El sistema político, ante el mazazo, cerró filas en torno a Ferrero. Nadie, por ahora, pidió la cabeza del ministro del Interior, Carlos Negro. ¿El motivo? No la mataron.
Así de cruda es la vara con la que medimos la catástrofe en estos días. No como en el caso de Marcelo Pecci, el fiscal antidrogas paraguayo que cayó acribillado en mayo de 2022 en una playa colombiana, en plena luna de miel. Su asesinato, según varias fuentes –incluido el presidente de Colombia, Gustavo Petro– también lleva el sello de Marset.
Pero no nos engañemos: esto no debería sorprendernos. Lo raro es que no haya pasado antes. Hace más de una década que el crimen organizado viene dejando migajas de su avance, como un lobo que marca su territorio.
Las señales estaban ahí, pero en Uruguay nos encanta mirar para el costado. Somos los campeones del diagnóstico quirúrgico, del análisis milimétrico, de las comisiones que estudian hasta el infinito. Sin embargo, cuando llega la hora de actuar, nos quedamos paralizados, como si la solución fuera a caer del cielo. La frase “eso no pasa en Uruguay” es nuestra anestesia colectiva. Ha arrullado a presidentes, legisladores y burócratas, que –por ignorancia, falta de coraje, de presupuesto o de gente capaz– esperan a que el incendio consuma la casa antes de llamar a los bomberos. Y mientras tanto, el fuego avanza.
Hoy, por un milagro, no lloramos la muerte de una de nuestras mejores servidoras públicas. Mónica Ferrero está viva, pero el Uruguay de la postal idílica ya no existe. Porque ahora sí pasa en Uruguay. Y si no despertamos de este sueño hipnótico, los bárbaros no solo habrán llegado: se habrán instalado para quedarse.