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Romper la cadena perpetua
Ignacio Munyo, El País, 19 de octubre de 2025

La ley no la contempla y la Constitución la prohíbe, pero en Uruguay existe la cadena perpetua. No figura en los textos jurídicos, pero la padecen de hecho quienes pasan por la cárcel: personas que sufren condiciones crueles, inhumanas y degradantes, y que, al cumplir su condena, saben que la pena los acompañará como una sombra.
En su mayoría son hombres jóvenes, con escasa educación y sin nadie que los reciba al salir. Todos los días unos treinta recuperan la libertad, pero solo tres logran acceder al apoyo de la Dirección Nacional de Apoyo a las Personas Liberadas (DINALI), que procura brindarles capacitación e inserción laboral.
Este fue uno de los temas que enfatizamos en los múltiples Encuentros por Seguridad en los que CERES participa y aporta. Se trata de espacios formales de diálogo convocados por el Estado, concebidos para aportar ideas y propuestas al proceso de elaboración del Plan Nacional de Seguridad Pública.
Después de horas y horas de escuchar a expertos, una conclusión se impone con claridad: el sistema de justicia penal se cae a pedazos.
Para empezar, hay consenso sobre la necesidad de reformar el Código Penal, hoy convertido en un laberinto de desorden y contradicciones. Las sucesivas reformas, guiadas muchas veces por la presión del momento, fueron incorporado agravantes de forma fragmentada, generando un sistema incoherente. Así los recursos nunca alcanzan para responder a las demandas y la falta de proporcionalidad en las sanciones deja profundas secuelas sociales.
También hay consenso de que la gestión carcelaria, bajo control del Ministerio del Interior, es inadecuada y que es necesario involucrar a la sociedad civil en la reinserción. El partido más importante comienza cuando se sale de la cárcel.
Pese a que varias empresas contratan a personas liberadas como parte de sus políticas de responsabilidad social, no alcanza. Está Diego que trabaja hoy en La Española; Maxi en Teyma; Mirta en Casa Fénix; y varios más. Pero son muy pocos.
En un evento organizado por la Asociación Cristina de Dirigentes de Empresas (ACDE), fue justamente Diego que conmovió a los participantes. Contó que en su primer su empleo lo despidieron cuando trascendió que tenía antecedentes penales. Que tuvo que remar mucho para conseguir un nuevo trabajo. Relató que para poder rehabilitarse debió alejarse de todo su entorno: de sus amigos y hasta de su propia familia. Que trabajó duro para reconstruir su vida, para tejer nuevas redes y no volver al mismo ambiente del que había salido. Que se dio cuenta que no podía regresar. En palabras simples, narró todo lo que tuvo que hacer para poder escapar de la cadena perpetua. Quedó claro lo difícil que fue lograrlo.
El problema es mucho más profundo que aumentar los puestos de trabajo reservados para liberados con subsidios para las empresas. Eso es necesario, pero no suficiente. El verdadero problema está en la resocialización: poder ingresar en nuevas redes en entornos donde se aprendan otros códigos, otros valores, otras formas de estar en el mundo. Es por ello determinante ofrecer contención humana a quienes recuperan la libertad. Alguien tiene que estar en ese momento frágil en que la soledad y las viejas tentaciones vuelven a rondar.
Cuando uno se involucra en esta problemática, se cuestiona si realmente es posible hacer algo para cambiarla. Pero la esperanza vuelve cuando uno descubre que, en otros lugares, se han probado caminos distintos que han dado frutos.
Hace un par de meses publiqué una columna titulada “No es Uruguay”. A raíz de ella, el embajador de Japón amablemente me sugirió que observara una experiencia de su país. Se trata del modelo Hogoshi: una política que tuvo fuerte impacto en reducir a la reincidencia delictiva y por ende en la disminución de la población carcelaria.
Son muchos los ciudadanos japoneses que, con compromiso y constancia, dedican su tiempo a acompañar y supervisar a quienes han infringido la ley, convencidos de que es una tarea tan imprescindible como regocijante. Hace ya años que el Estado logró construir un sistema sólido, en el que la sociedad participa activamente y los resultados se sostienen en el tiempo.
Los Hogoshi son, ante todo, vecinos solidarios y comprometidos, mucho más que representantes del Estado. Son designados por el ministro de Justicia y tienen el estatus de funcionarios públicos a tiempo parcial. Sus mandatos duran dos años y pueden renovarse sin límite. El Estado les reembolsa los gastos de transporte y comunicación.
Su tarea consiste en tender un puente entre el mundo cerrado de la justicia penal y la vida abierta de la sociedad, con un enfoque comunitario. Reciben a los liberados, los escuchan con paciencia, los aconsejan con firmeza y los acompañan con su presencia.
Su fortaleza radica en el arraigo en las comunidades locales, lo que les permite movilizar redes sociales y vínculos informales. En la práctica, actúan como puentes para integrar a los liberados en un tejido social que, por naturaleza, tiende a excluirlos.
El trabajo es casi personalizado: cada Hogoshi acompaña, en promedio, a una o dos personas liberadas. La edad media de estos voluntarios ronda los 65 años. Son personas que logran gran respeto y reconocimiento social.
Con las cifras actuales de encarcelamiento y reincidencia, aplicar un modelo como el Hogoshi en Uruguay requeriría sumar alrededor de diez mil voluntarios. A primera vista parece un número elevado, pero es apenas el 6% de los 165.000 jubilados de entre 60 a 69 años que viven en el país: una gran reserva de capital humano que se debe aprovechar.
La verdadera incógnita es si nuestro Estado tiene la capacidad de convocarlos, motivarlos y comprometerlos con las exigencias de un nuevo programa que exigiría compromiso y dedicación.
Muchos pensarán que lo que hace Japón no puede aplicarse en Uruguay, y antes de pensarlo, preferirán seguir ignorando una realidad que, por donde se la mire, es dramática. Pero lo cierto es que sí se pueden hacer las cosas de otro modo.
El modelo Hogoshi es tan incómodo como inspirador. No porque prometa soluciones mágicas, sino porque desnudas carencias propias. Muestra que se puede cambiar sin gastar más, que lo esencial no es el dinero, sino la voluntad. Nos enfrenta a un Estado que repite lo de siempre, atrapado en su propia inercia, mientras una cadena perpetua invisible sigue extendiéndose sobre quienes deberían tener una segunda oportunidad —y sobre una sociedad que, sin darse cuenta, sigue condenándose a sí misma.